miércoles, 15 de marzo de 2006

Santiago

El Domingo, cuando hice mi recorrido desde la estación de tren a mi piso, Santiago me olió a Barcelona. Sí, con ese particular y dulce aroma que me trae tantos recuerdos, de esa Barcelona infantil y enorme, llena de lugares preciosos, esa Barcelona tan bella y fugaz...
Pero no fue hasta el día siguiente, primer día no oficial de primavera, cuando me di cuenta de que Santiago es una ciudad. Ya lo sabía, desde luego, pero mi conciencia no. Hasta que ayer fui a pasear por sus calles sin un destino fijo y, con ese sol radiante, contemplé sus calles y su gente.
Durante hora y media me dediqué a pasear y a dejar que mis pies se moviesen libremente por esa ciudad recién descubierta. Pero los descubrimientos no quedaron ahí porque también descubrí ayer que Santiago son dos pequeñas ciudades: la zona nueva, llena de gente, propaganda, tiendas y coches y la zona vieja, casi vacía, con iglesias, calles de piedra preciosas y caminos estrechos.
Me dejé llevar, primero detrás de aquella chica que era un clon de Lucía y después detrás de una pareja de turistas sudamericanos. Y así estuve, persiguiendo gente sin nombre, hasta que tomé mi propio rumbo y heché a volar por mi cuenta. Me quedaba impresionada con cada calle nueva que descubría y me perdí entre sus piedras, tanto metafórica como literalmente hasta que la alarma de mi móvil puso fin a mi viaje medieval. Media hora después empezaba mi clase de inglés, así que me dediqué a perseguir a gente de nuevo hasta que sus pasos me condujeron a calles más transitadas y que me resultaban familiares en las cuales me orienté por fin y regresé a la época contemporánea, llena de coches y tiendas.