lunes, 28 de agosto de 2006

Reencuentro fugaz

De pie, esperando, quieta, con la cabeza altiva. Sus ojos otean el horizonte. Le encantaba la línea que formaban cielo y mar al unirse en la infinidad. Y siguió esperando.

Su dedo ensangrentado y ligeramente hinchado le escocía un poco, notaba el latir del corazón en el propio dedo y un calor interno lo recorría. Era su calor, pensaba. Ya no podrían volverse a reencontrar. Moriría aquel mismo atardecer. Y ella, ella no lo sabría hasta bien entrada la noche y, de cierta manera, era un alivio porque como siempre, ella seguiría esperando... esperando hasta el amanecer, esperando hasta que la tierra, el agua o el viento le avisaran de la tragedia y quizá entonces decidiese volar por el acantilado de los recuerdos, entrelazando así ambos destinos.

Y sucedió como no tendría que haber sucedido. En el mismo instante en que el último suspiro se escapaba de sus pulmones, ella lo supo, el viento no la traicionaba jamás. Dio un salto como nunca antes se vio hacer a nigún leopardo, jaguar o pantera; sus ropas blancas deslumbraron a la luz de la creciente luna y con sus brazos en forma de cruz, recorrió las rocas, aproximándose al infinito.
Y, en medio de una claridad cegadora, se unieron en un abrazo teñido de dolor.